En el Proyecto de Lavado de Activos, las garantías constitucionales le parecen al legislador meras sugerencias – Dra. Marta Nercellas

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I-              Introducción

Ante un problema, cualquiera sea su naturaleza -económica, social, de seguridad… -, la primera “solución” a la que se recurre, es a la punitiva. La amenaza de sanción parece ser una varita mágica que tranquiliza a quienes se encuentran preocupados por el conflicto; aunque a poco de andar pierda su brillo y nada solucione, convirtiéndose en una disposición más que integra el derecho penal simbólico.[1] Amenazar con una pena aparenta que nos estamos ocupando del tema, aun cuando éste permanezca inalterable.

El reclamo social afirma que los males que nos aquejan son por culpa de las leyes o, en algunos casos, de la justicia. Este diagnóstico, repetido tanto por la opinión pública como por la publicada, hace que proponer reformas legislativas parezca ser una salida virtuosa.

Nuestro ordenamiento jurídico penal es un sistema en el que se exige que la respuesta sancionatoria sea de “ultima ratio”, es decir, que la amenaza de pena sólo pueda ser decidida cuando las demás herramientas legales con las que puede contar el Estado, resulten ineficaces para la resolución del conflicto. Pese a que estamos frente a una exigencia de raigambre constitucional lo que ocurre cotidianamente contradice la norma y, muchas veces, de la mano de leyes especiales el legislador -y a veces, pese a que tiene prohibido legislar algunos organismos administrativos- buscan las respuestas al problema prometiendo un castigo.

Leyes penales especiales o cláusulas punitivas en leyes generales se unen a respuestas reglamentarias sancionadoras que contradicen el imprescindible principio de legalidad. Cuando intentamos legitimar una pena, no importa si el sujeto activo que se elige es una persona jurídica, que difícilmente podrá superar el test de culpabilidad que el magistrado debería realizar en el proceso, o si, la descripción típica vulnera principios y garantías que nuestro constituyente entendió esenciales, siempre lo hacemos invocando buenas razones.

Algunas veces por cumplir exigencias de organismos internacionales (determinada por la “necesidad” del Estado de pertenecer a éstos), la teoría del delito es maltratada para que entre tanto malabar se adecue a la disposición que quiere incorporarse.

Tanta producción legislativa -leyes, decretos, reglamentos…- no sólo atenta contra la seguridad jurídica, sino que determina que, en muchos casos, exista contradicción en las diferentes regulaciones entre las acciones a las que se obliga o las que se prohíben.

La reforma integral del Código Penal se intentó muchas veces, (el vigente sufrió más de mil modificaciones parciales que le han hecho perder coherencia, armonización y proporcionalidad), pero siempre, por razones que en ningún caso tuvieron que ver con diferencias en los presupuestos de política criminal en el que se respaldaban esos proyectos, naufragaron. El último intento tiene Estado parlamentario, pero son muchas las dudas sobre su futuro.

Frecuentemente los proyectos de reforma  ni siquiera son discutidos; impulsados por el apuro de una inspección programada o un pedido de los organismos internacionales a los que queremos complacer[2] o, por la presión mediática -cuando se trata de algún delito que conmocionó a la gente – las leyes salen sin previo análisis de su texto completo y sin pensar en sus consecuencias.

II-A- Proyecto de reforma de la Ley de Lavado de Activos

Nuevamente se decide una modificación a la ley de lavado de activos y, desoyendo todas las voces que se alzaron desde los diferentes organismos, colegios y asociaciones profesionales para señalar defectos graves que debían ser modificados, cuenta con media sanción de diputados.

El texto ignora no sólo las disposiciones de la parte general de Código Penal (que en rigor no es sino una reglamentación de las garantías constitucionales) sino también de algunas de las decisiones de la parte especial del mismo que intenta modificar.

El delito de lavado de activos produce graves consecuencias al orden económico. Entorpecer la economía de las asociaciones criminales es una de las formas más efectivas de disminuir su indiscutible poder. Ambos conceptos tienen una contundencia que, a veces, nos hace olvidar que en ese “combate”[3] seguimos obligados a respetar las garantías constitucionales. Se que no es fácil honrar las exigencias que impusieron nuestros constituyentes para que tanto el culpable como el inocente gozaran de éstas, pero son incontestables, resultan obligatorias.

El temor a que el financiamiento ilegal respalde acciones terroristas aumenta el desorden legal. En nuestro país no se ha definido legalmente ni terrorismo ni acciones terroristas; se incorporó como agravante genérica[4] a los delitos cometidos con “finalidad terrorista” y se introdujo en la parte especial el delito de financiamiento del terrorismo. Las obligaciones emergentes de la Resolución 1371/01 se implementaron en forma tardía y deficitaria como lo acredita el conflicto suscitado el año próximo pasado con el ingreso a nuestro país de un avión iraní–venezolano acusado por EEUU de haber intervenido en quehaceres terroristas.

El terrorismo como tal no se encuentra sancionado como delito, pero sí recibirá sanción quien le provee el dinero para ese quehacer. Pese a que no tengo ninguna duda que ese accionar debe merecer pena, entiendo que estamos frente a una inconsistencia normativa que encierra un grave defecto de política criminal.

El sistema de prevención y control debe basarse en las 40 reglas del GAFI -y sus ampliaciones- y la técnica jurídica resultará imprescindible[5]. Las palabras que deben acuñarse en la ley penal deben ser técnicas para que su significado sea comprendido ex ante por todos los operadores del sistema y por aquéllos a quienes va dirigida.

Las dificultades para que resulte eficaz la prevención y el castigo del lavado de activos, aumenta por la falta de institucionalidad, el desorden ético, las incomprensibles prohibiciones y reglamentaciones de quehaceres económicos que suelen tener como contrapartida autorizaciones especiales que generan nichos de corrupción. A ello debemos sumar diferentes déficits estructurales, ineficacia de los controles fronterizos, falta de capacitación específica de los agentes que deberían actuar tanto en las fuerzas de seguridad como en la justicia, el incremento de la marginalidad de la economía, la inexistencia de infraestructura adecuada para poder ingresar en el núcleo del sistema financiero internacional, todo ello sin mencionar a la corrupción como agente distorsionador.

El tipo penal es la garantía de respeto al principio de legalidad. Las descripciones deben ser precisas, lo que no ocurre en las modificaciones que se proponen. Se incluye como acción típica el que “poseyere”, lo que no parece respetar la definición general de lavado que implica incorporar los bienes al sistema legal. ¿Cuál es la conducta que pretenden sancionar?; ¿estamos hablando de la mera tenencia?; ¿con qué excusa ingresarán a la intimidad de quien supone que “tiene” bienes ilegalmente obtenidos?; ¿cómo lo investigarán? Se vulnera también el principio de la impunidad de los actos preparatorios.

Primigeniamente el lavado requería tener como precedente delitos que causaban grave daño social. Nuestro legislador -en rigor la expansión es internacionalmente aceptada- fue incorporando cada vez más actividades ilícitas precedidas del adverbio “preferentemente”. Personalmente entiendo que la lista debe acortarse y no extenderse lo que haría más eficaz su investigación. El sistema aparece saturado de pequeñas infracciones mientras se escapan de la mirada de los analistas, millonarias sumas que provienen del narcotráfico, venta de armas, etc.

Los delitos tributarios (la evasión al menos) como delito precedente generan confusión porque no se dan en el caso los elementos objetivos requeridos en la estructuración del tipo penal -el dinero que debió pagarse por impuestos no ingresó, sino que nunca salió de las arcas del contribuyente a causa de ese ilícito-. Producen una doble incriminación que no colabora con el cuidado de los bienes jurídicos tutelados, sino que, por el contrario, abre la posibilidad de debatir en el proceso, prolongándolo y determinando en muchos casos la impunidad del infractor.

Especialmente en el “auto lavado” -cuya constitucionalidad es al menos discutible- la gravedad del delito precedente debe exigirse. En muchos casos el “uso” del dinero ilegalmente obtenido es sólo el agotamiento del quehacer y no un nuevo delito.  Por añadidura la enumeración del art. 6 de la ley 26683 es meramente enunciativa[6]; entiendo que debería ser taxativa.

No sólo preocupan los defectos de técnica legislativa sino muy especialmente la autorización que se pretende otorgarle a la “Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia” de tomar conocimiento e intervención de los análisis que la UIF realiza en casos de lavado de activos. Éste es un avance que no debe autorizarse.

La actividad procesal que hemos observado en este organismo -abandono de rol de querellante[7], falta de denuncia en los casos en los que puede estar involucrado algún funcionario con quienes las autoridades políticas tienen vínculo estrecho- subraya el temor que ese organismo sea utilizado como ariete de la política partidaria.  Además, esta facultad le permitiría tener conocimiento de investigaciones preventivas del organismo que deberían estar fuera de su alcance.

La UIF debe ser un auxiliar del proceso y estar limitada a lo que dispongan los fiscales o jueces (según a quien le corresponda la actividad adquisitivo probatoria) además del quehacer preventor anterior a denunciar el hecho por ante la justicia.

II-            B- Secreto profesional

El proyecto que venimos analizando pretende incorporar al listado de sujetos obligados a informar a los abogados y, aun cuando se mencionan los quehaceres específicos de los cuales nace esa obligación , esta sola mención creará, sin duda, zozobra en el cliente que requiera sus servicios.

Entiendo que deben excluirse como sujetos obligados a los contadores y escribanos -que actualmente se encuentran en esa situación en relación a los quehaceres que se enuncian- y que no debe incluirse a los abogados. Aunque parezca un agregado difícil de activar porque, o la defensa en juicio o el secreto profesional lo impedirán siempre, lo cierto es la mención en la ley va generar una innecesaria crisis en el vínculo que debe existir respetando las garantías constitucionales.

El secreto profesional es el pilar mismo en el que se apoya la relación de confianza imprescindible entre cliente y defensor. Es imposible pensar que un imputado se manifestará con verdad en relación a lo ocurrido si no está seguro que el profesional no puede trasgredir el secreto profesional.

El secreto traza ese perímetro de seguridad indispensable para que un hombre pueda confiar a otro con absoluta libertad algo que le importa. Pero como contracara, también protege al abogado, escribano o contador ya que le permite decidir sabiendo si quiere continuar con la tarea de asesoramiento o defensa. En el caso que decidiera no continuar, igualmente no estará autorizado a develar nada de lo que escuchó o pudo conocer analizando cualquier documento o escrito que se le haya exhibido.

“NINGUNA LEY” puede imponer al profesional el deber de informar. El Estado tiene el monopolio del “ius punendi” y debe tener también la obligación de ser quienes realizan la tarea pesquisitiva. Para ello deberían contar con las herramientas necesarias sin requerir que el sujeto obligado quebrante el secreto. Las transferencias de obligaciones que deberían estar en cabeza del Estado, con amenazas de sanción y sin ninguna contraprestración pretendiendo obligar a los profesionales a realizar un trabajo que no le es propio, para el que suele no estar preparado ni tener la infraestructura indispensable, son de dudosa constitucionalidad.

La garantía constitucional de intimidad no abarca sólo la correspondencia, los papeles privados y las fuentes de información periodística. Los “secretos” también la integran, por lo que sin raigambre constitucional impide que una ley los deje sin efecto.

La relación profesional-cliente se basa en la credibilidad y la confianza; sin ese núcleo primario, sin la posibilidad de establecer el vínculo necesario para realizar la tarea que se nos encomienda, resultará imposible hacerla eficazmente.

Intimidad, dignidad, derecho de defensa son los bienes que están en juego y todos tienen raigambre constitucional. Los papeles entregados por el cliente no pierden su carácter privado por pasar de su órbita a la del profesional. Esos papeles, estén en poder del cliente o en la oficina del profesional, seguirán siendo privados y salvo orden judicial fundada no puede obligarse su entrega.

El secreto que debe preservar la UIF en relación a la información o papeles que recibe, no legitima la delatación que se exige. El titular del secreto es quien elije  a quien se lo confía y el depositario carece de facultad para extender el ámbito de esa confianza ni aún a aquellos que juren no decírselo a nadie.

El Estado deberá robustecer sus sistemas investigativos, adquirir tecnología, capacitar a sus funcionarios, mejorar sus controles, prevenir y castigar los delitos precedentes, realizar las acciones legales necesarias para lograr ingresar en la médula de los sistemas financieros para no permitir que se realicen actividades ilícitas de ninguna índole, pero lo que no puede, es exigir en forma coactiva la colaboración de los particulares. Mejorar sus controles y prevenir los delitos precedentes es su obligación, pero para ello no debe necesitar de la delación profesional.

Con la sola mención en la ley se quiebra el imprescindible lazo entre confidencia y confianza que es el vínculo que debe unir al profesional y a su cliente. Quebrarlo daña además la posibilidad del ejercicio pleno del derecho de defensa

La doctrina de la “razonable expectativa de privacidad”, indica que es el individuo quien decide exponer o no a los demás ciertos aspectos de su vida y ese es el ámbito de tutela, lo esperable es que no exista una injerencia arbitraria que la menoscabe.

El profesional no puede ser obligado a integrar el sistema persecutorio, para el que no está preparado ni es una actividad que ha elegido. Los derechos que estas disposiciones vulneran son los del cliente -que creyó que su secreto no sería develado- y los del propio profesional al que se intentan forzar a que infraccione la ley ética y penal además de quebrar su deber de lealtad.

Admitir esta injerencia del Estado determinará que se pretenda extender temporalmente la competencia administrativa, ya que resultará más fácil mientras ésta perdure ingresar en la intimidad del sospechado.

El Juez carece de competencia para relevarlo del secreto profesional, el único que puede hacerlo es el titular de éste, es decir el cliente.

La actividad procesal no puede realizarse sin notificar al imputado y hacerle conocer los derechos que le asisten. La pre procesal -por llamar de alguna manera la investigación que realiza la UIF- ¿puede infringir esas exigencias?; ¿Los datos aportados a la autoridad administrativa por el profesional que quebró su secreto, pueden ser valorados en el proceso?; ¿Pueden incorporarse al legajo los documentos entregados por el profesional a espaldas de su cliente?

Debates y nulidades que poco aportarán en la búsqueda de soluciones al grave delito de lavado de activos, en rigor, diria que el efecto será exactamente contrario.

La política “conozca a su cliente” es una herramienta efectiva para evitar ser usado en operaciones de lavado. Resulta una buena técnica para que el profesional no resulte sorprendido cuando emprenda su tarea; realizar la labor en forma responsable y cumpliendo con las exigencias que las normas profesionales regulan, le permitirán evitar realizar quehaceres que puedan ser utilizados por los delincuentes en su accionar.

Aclaro también que hay otros sujetos obligados a informar que tienen la posibilidad de cumplir la obligación legal sin vulnerar ni la ética ni la ley. Mis objeciones no son al sistema de informar sino a que sean los profesionales, abogados, escribanos o matriculados en los Consejos de Ciencias Económicas, los se encuentren entre los sujetos obligados.

Estamos acostumbrados a observar el paulatino avance de los poderes públicos sobre nuestros derechos y garantías y solemos criticarlo, pero pocas veces lo cuestionamos eficazmente aun cuando vulnere el límite que la Constitución Nacional les impuso.

Los profesionales no podemos convertirnos en comentaristas disgustados por la falta de respeto al convenio básico social al que tácitamente adherimos, debemos, con todas las herramientas a nuestro alcance,  intentar restablecer las pautas de convivencia  establecidas por ella.

Dra. Marta Nercellas

Mayo 2.023

 


[1] Jon Elster afirmaba que las normas son el cemento de la sociedad. Es decir que son las que hacen posible la integridad y subsistencia de éstas. Las normas inútiles, me parece oportuno agregar, hace ineficientes las útiles.

[2] Los incumplimientos de estado referidos a los compromisos que asumimos frente a esos organismos generan en muchos casos una rápida respuesta legislativa en la que no se vacile en “pagarlos” con los derechos de los ciudadanos.

[3] Utilizamos muchas veces lenguaje bélico cuando deberíamos describir lo que ocurre en este campo con lenguaje jurídico.

[4] La ley 26.734, art 41 quinquies.

[5] En rigor la técnica legislativa es esencial en todas las leyes pero en éstas en la que se deben manejar muchos términos técnicos se debe ser aun más cuidadoso.

[6] Así lo indica el “preferentemente”.

[7] Rol que debería pensarse si pueden ejercer sus funcionarios ya que no existe ley que respalde esas presentaciones. La UIF debe ser un auxiliar técnico, sin autonomía de actuación durante el proceso en el que deberá seguir lo que ordene el director de éste -Juez o Fiscal-. Su rol como querellante no debería admitirse por carecer de habilitación legal aún sin entrar en el debate de igualdad de armas y multiplicidad de acusadores.