A principios del siglo pasado Argentina se ubicaba entre los países más prósperos del mundo, en el grupo de economías con mayor ingreso por habitante, lo que la convirtió en un destino sumamente atractivo para la inmigración. Esto explica el aluvión inmigratorio que tuvo el país desde casi todas las regiones del planeta, aún de aquellos destinos que hoy se encuentran entre los países más desarrollados del mundo, como Francia, Alemania, Noruega, y por supuesto España e Italia, entre otros. Sin embargo, en la actualidad nuestro país es comúnmente citado por ser un claro ejemplo fracaso económico, signado por una fuerte inestabilidad social, económica y política. En tal sentido, el país ha sufrido un notable retroceso en el contexto internacional, ilustrado, por ejemplo, por el hecho que mientras en la primera década del siglo XX estaba entre las economías más ricas del mundo, mientras hoy forma parte de los países en vías en desarrollo con uno de los peores desempeños económicos desde hace 50 años. En este contexto, cabe preguntarse, en primer lugar, si estuvimos “condenados al éxito” a principios del siglo pasado, y si estamos “condenados al fracaso” desde hace medio siglo. La respuesta no es lineal: ninguna de las dos afirmaciones refleja el caso argentino. El enfoque correcto es relativizar ambas situaciones, y analizar cuáles fueron las causas profundas que explican el estancamiento a largo plazo del país.
En efecto, la situación de prosperidad de hace más de 100 años no era sostenible, sino que fue solo un “blef” que reflejó un boom de bienestar que resultó de una situación externa sumamente favorable pero solo transitoria. Cuando este entorno cambió, Argentina inició un largo derrotero de pugna distributiva, inflación y estancamiento.
Visto lo anterior en perspectiva, y en base al consenso que existe entre los aportes de los más reconocidos historiadores económicos, como Aldo Ferrer y Mario Rapoport, el desempeño económico argentino del siglo pasado se puede dividir en tres periodos claramente diferenciables. El primero, de gran prosperidad, que se inicia aproximadamente en 1880, se consolida en 1900 y culmina en la Gran Crisis ocurrida 1930, que fue la mayor crisis económica que experimentó el sistema capitalista en su historia, seguida recién en magnitud por la crisis de las “sub-prime” de 2008. Hasta entonces Argentina gozaba de un contexto internacional sumamente favorable. Ello respondía a que Inglaterra era la potencia hegemónica en el contexto de las naciones, y por su escasa dotación de tierras y sus necesidades de expansión industrial requería de las materias primas que les proveía el país, en particular aquellas provenientes del sector agropecuario. Esta situación ya se vio afectada en 1914, año en el que estalló la Primer Guerra Mundial, dado que la crisis en la que se vio involucrada Inglaterra debido a la guerra provocó una reducción de sus importaciones. Esto redujo la demanda de exportaciones agropecuarias de nuestro país y lo llevó a enfrentar la mayor crisis de su corta historia económica, con una fuerte caída de su PBI en ese año. Durante este periodo la economía se orientó hacia el modelo agro-exportador, el que se dio en el contexto de un crecimiento “exo-dirigido”, donde el motor de la actividad económica se basó en exportar a la potencia hegemónica de entonces, Inglaterra, la que necesitaba de nuestras materias primas para abastecer el consumo de su población y su producción industrial. El segundo periodo se inicia con la Gran Crisis, ocurrida en 1930, y se prolongó hasta 1975. Este estuvo signado por la clara declinación de Inglaterra en el contexto de las naciones siendo desplazada por EEUU, país que no era consumidor de nuestra producción, sino que por el contrario, era, y es, un fuerte competidor de los productos provenientes del agro que exportaba Argentina por entonces. Esto dejó a nuestro país sin un “centro de atracción gravitatoria” a nivel internacional, y redujo fuertemente la dinámica de nuestras exportaciones. Tal situación forzó al país y a la región en general, a adoptar una estrategia defensiva, conocida como la ISI (Industrialización Sustitutiva de Importaciones), que consistió en cerrar la economía gravando las importaciones, lo cual fue una respuesta natural: un país que no puede exportar sufre de una escasez de divisas que lo obliga a reducir sus importaciones, y de este modo impulsar el desarrollo productivo local. Esta política funcionó enfrentando una significativa dificultad: mientras en el período anterior el destino de nuestra producción era un mercado de gran tamaño, dado tanto por el Reino Unido como por otros destinos internacionales de menor magnitud, entre 1930 y 1975 el país enfrentó lo que conocido como “restricción externa”, que consiste en la falta de una salida de la producción local hacia el mercado mundial, y por tanto tratar de orientarla hacia un mercado interno pequeño, propio de un país de menor ingreso y en desarrollo como es el caso argentino.
En términos estadísticos, en ambos periodos el crecimiento promedio del ingreso per cápita fue del 1.5%, un valor claramente satisfactorio si se lo compara con los guarismos que muestra el país desde hace medio siglo. Asimismo, ambos tuvieron lugar en un entorno de gran estabilidad de precios: la inflación anual promedio entre 1900 y 1930 fue de 20% y 22%, respectivamente. No obstante, cabe destacar que los factores del crecimiento fueron diferentes en ambos casos. En el primer periodo, como se mencionó anteriormente, el motor del crecimiento fueron las exportaciones, con un coeficiente de apertura, -es decir el cociente entre la suma de las exportaciones y las importaciones con relación al PBI, del 48%-, valor sustancialmente superior al 21% y el 18% del segundo y el tercer periodo, respectivamente. En tal sentido, el segundo periodo fue conocido como el del “stop-go”, que consistió en expandir la economía cuando se contaba con reservas provenientes de las exportaciones. Sin embargo, una vez que la economía crecía se incrementaba la necesidad de importar, lo que reducía el nivel de reservas y por tanto provocaba una recesión económica seguida por una devaluación que permitiera recomponer dicho nivel. En este contexto, dada la pérdida de mercados internacionales para nuestras exportaciones a partir de la crisis de 1930, durante el segundo periodo el crecimiento fue impulsado por la inversión local. Este cambio, que consistió en reorientar el factor impulsor del crecimiento hacia la inversión nacional es económicamente muy intuitivo: una vez agotado el motor del crecimiento que representaron las exportaciones hacia el Reino Unido, este fue reemplazado por la inversión productiva del empresariado nacional. Pero esta estrategia defensiva tuvo un límite, el tamaño reducido de su mercado interno. Este se hizo presente hacia mediados de los ´70, y puso una clara limitación a la expansión de la producción local, dejando como única opción para lograr un mayor crecimiento la conquista de mercados externos. En caso de no conseguirlo, la economía entra en un prolongado estancamiento.
Por lo tanto, el reemplazo del mercado mundial por el mercado doméstico como destino de la producción nacional fue una estrategia transitoriamente satisfactoria, pero claramente insuficiente para lograr un crecimiento sostenido a largo plazo en un marco de estabilidad macroeconómica. En efecto, una vez agotada la estrategia de la ISI como alternativa para el desarrollo, aproximadamente en 1975 se inició el tercer periodo económico del país, el que de hecho se extendió hasta la actualidad. A diferencia de los dos periodos anteriores, el último ha estado signado por un notorio estancamiento y una fuerte inestabilidad económica. De hecho, en valores promedio, entre los años 1975 y 2000 Argentina tuvo un crecimiento anual casi nulo, alcanzando solo el 0.1%, y entre 1975 y 2022 0,7%, valores notoriamente inferiores al 1.5% promedio de los periodos anteriores. Más aún, este se dio en un contexto de gran inestabilidad de precios. La inflación anual promedio en esos años fue de 352%, valor sustancialmente superior a los registrados hasta mediados de la década del ´70.
De todos modos, el pobre desempeño económico del país no puede ser adjudicado solamente al agotamiento de la estrategia de la ISI y la limitación impuesta por el reducido tamaño del mercado interno. Aquí se pueden diferenciar entre factores internos y externos del estancamiento y la inestabilidad económica que sufre el país desde hace medio siglo. En relación con los últimos, el país sigue enfrentando la restricción externa impuesta por un mundo relativamente poco favorable para colocar la producción local. Y en relación con los factores internos, es claro que nuestra economía viene enfrentando desde mediados de los ´70 fuertes desequilibrios internos provocados por diferentes medidas de política económica signadas por una tendencia al “desahorro” que han llevado al país a enfrentar tres tipos de crisis. En primer lugar, se ha impulsado a la demanda interna por encima de las posibilidades de producción, lo que provocó escasez generalizada y consecuentemente sucesivos episodios de alta inflación, e incluso de dos hiperinflaciones hacia finales de la década de los ´80, en donde la tasa de inflación mensual superó el 200% en Julio de 1989. El segundo fue el de no tener la precaución de cuidar de las reservas internacionales en periodos de bonanza internacional para el país, cuando los términos de intercambio de nuestros productos en el mercado mundial eran favorables y el ingreso de divisa generaba altos niveles de reservas en el Banco Central. Y el tercero consistió en tomar niveles de endeudamiento excesivamente altos, lo que llevó a la imposibilidad de cumplir con los compromisos de pago de la deuda contraída, y por tanto a la falta del acceso al mercado internacional de capitales (ausencia de prestamistas provocada por los recurrentes “default” en que se ha incurrido).
Finalmente, en función de lo anterior cabe preguntarse qué posibilidades tiene Argentina de revertir el largo derrotero de decadencia de largo plazo que lleva ya cinco décadas. En tal sentido, la mejor respuesta se basa en un “depende”. Depende de si el mundo se puede tornar más favorable para nuestras exportaciones, y si habremos aprendido algo de los grandes errores cometidos. En relación con el primer punto, sin duda, aún en un mundo muy complejo y conflictivo y con una geopolítica en reacomodamiento, después de casi un siglo el mercado global vuelve a mostrarse más favorable para la actividad económica de nuestro país. En particular, el Sudeste Asiático, y especialmente China, no solo son el bloque económico de mayor dinámica económica del planeta, sino que también son fuertemente demandantes de nuestra producción. Sumado a esto, ya el país no cuenta solo con el agro como generador de divisas. Se están incorporando nuevas actividades productivas como las relacionadas al sector energético (en especial Vaca Muerta), las energías renovables, el sector minero, el turismo y la economía del conocimiento, que en los últimos años están aportando de forma satisfactoria divisas al país.
En tal sentido, y para sintetizar por donde sería “la salida” del país, esta proviene de dinamizar el sector exportador, dado que es la única fuente que puede generar divisas de forma genuina a la economía, y por tanto poder importar y crecer de forma sostenida. Por tanto, el énfasis por parte de los gobiernos debe estar puesto en establecer futuras líneas de investigación que determinen qué sectores productivos serán capaces de lograr un aumento significativo de las exportaciones, más allá del agro y de los sectores agroindustriales tradicionales. Asimismo, el potencial exportador del país no solo se puede incrementar por la aparición de nuevos mercados relacionados a las nuevas potencias emergentes, sino también de ampliar la integración regional, así como el desarrollo de nuevas actividades productivas potencialmente exportables, como las mencionadas anteriormente.
Y por último, en relación a los sucesivos errores de política económica en que se ha incurrido, estos han consistido, en contra de toda receta básica, en llevar a cabo políticas procíclicas que llevaron a un nivel de gasto innecesariamente alto en periodos de auge, y por tanto a caer en una severa escasez de recursos (y de divisas) cuando la economía entro periodos recesivos. Esto no solo generó alta inflación, sino también una fuerte volatilidad del producto que en general desalienta la inversión. En relación a si se habrá aprendido de este tipo de errores de política, la respuesta está aún pendiente. Sin embargo, por el bien de nuestro país, está intacta la esperanza de que la respuesta sea un sí.
Dr. Ec. Carlos Darío Dabus
Octubre 2.023