Del norte y del sur – Argentina y Escandinavia, dos opuestos y una esperanza – por Paula Winkler
Del norte y del sur – Argentina y Escandinavia, dos opuestos y una esperanza
Tack Gud att jag aldrig tröttnar, gracias a Dios que nunca me canso – dicen los suecos. En aquellos parajes donde el norte se va esfumando para declinar frente al polo, el frío se hace sentir y siempre está a punto de dejarte gélido el corazón. Así que sería fácil cansarse y perder la paciencia, andar malhumorado y desplegando egoísmo frente al otro si no fuera que el deseo es la obsesión de los suecos, ese que nunca te completa pero que te permite continuar viviendo con una razonable esperanza.
Los viejos vikingos le escapan a diario al fantasma del vacío, no porque todo les sobre y no tengan de qué ocuparse sino porque vaivenes y crisis históricas, además del clima, supieron dejarles alguna huella en la memoria, no solo discursiva. Ellos saben bien que si no te haces responsable de lo tuyo, a las largas alguien insospechado va a venir a cobrarte la factura. Aprendieron a golpes de frustración marítima, como los noruegos, que nada te viene regalado, excepto las tormentas y los relámpagos y que el providencialismo es un entretenimiento precario. Zapatero a sus zapatos: si, como los ingleses, españoles, alemanes y demás conquistadores europeos, los suecos no descollaron demasiado en obtener nuevos territorios siglos atrás, fueron tratando – tarea a mi juicio, mejor – de trabajar fuerte para los suyos. Como toda patria, con errores; creyendo que el «amor libre» a toda hora los evadiría de la dificultad y de sí mismos; echándole la culpa al vecino cuando algún barco no llegaba a buen puerto y mirando para otro lado, neutrales, durante la segunda guerra mundial por ocultar barbaridades propias. Sin embargo, algo parecen haber comprendido. ¿Milagro sueco o fortaleza de espíritu y convicción social?
Los suecos deben invertir habilidad y obsesión en su cotidianidad para no perderse como holgazanes entre los copiosos abedules de sus bosques, en alguno de sus campos de canola o hundirse en algún pozo de esos que se forman entre los eternos hielos del norte – allí donde el silencio apenas se quiebra porque se intenta convivir a diario con y en la naturaleza. Y sí que esta asedia cada año: noches blancas en los veranos y largas y bien oscuras, las del invierno.
Desde niños, ellos se le animan a las frías aguas del Báltico, pues no todos los padres pueden llevarlos a la costa francesa o italiana o a disfrutar del sol cantábrico. Al colegio van esquiando, no se quejan ni piden golosinas a los gritos. Los suecos sufren, como cualquiera, las inclemencias del tiempo y de la vida globalizada, pero se nos diferencian porque no andan ostentando sus frustraciones (lo contrario es solo imaginable en un auténtico maleducado para ellos). No hacen cola para hacerse de amigos y no vociferan demasiado, aunque tampoco se andan con vueltas cuando se trata de exigir lo que corresponde a los gobiernos de turno.
Pero lo más importante que acaso deba de saberse es que la globalización no les impugnó sus canciones de cuna: la computadora no se les instaló en el lugar de los relatos de la abuela en casa ni les dio herramientas para jaquear cuentas en el Internet o violentarse en el aula con esa idea psicótica de que hay que denostar todo tipo de autoridad que no satisfaga el 100 por ciento de nuestras demandas. El televisor solo ocupa un lugar de privilegio entre los más desahuciados de alguna vieja clínica geriátrica. Es que los ancianos, respetados como en la milenaria cultura china o japonesa, hacen su vida tranquilos y comparten fechas patrias y religiosas en familia. El Estado y la sociedad trabajan para ellos. Y las leyendas nacionales mantienen su vigor. El troll tan temido se encarga de que los chicos quieran y respeten la naturaleza, actitud que se mantendrá cuando adultos. Los adolescentes se rebelan como los nuestros, pero se van derechitos a vivir solos a su hora y se costean su futuro: estudian y trabajan, pues no son estas actividades incompatibles para sus padres ni para ellos, y ven con malos ojos el andar en las oficinas de escritorio en escritorio pues no es lo de ellos el cotilleo. Si de vez en cuando resuena en sus almas el tañido de la culpa luterana, ya sabemos el lugar que ocuparán sus excesos: está permitido el no-goce (psicosocialmente hablando no es lo mismo que prohibirlo), sobre todo después de la ola de suicidios que supieron conseguir en el siglo pasado.
Y por haberlo transitado mucho (no se diga ni bien ni mal, sino a su modo) es que, precisamente hoy, su sociedad prefirió recalar en un calmo transcurrir posmoderno, que es más moderno que global porque a ellos la supuesta transparencia de las instituciones no se les transformó en un discurso aferrado a la apariencia; la igualdad ante la ley que se profesa en Suecia no es la tan conocida que produce malestar (la endogámica en desmedro del otro). Por consiguiente, la monarquía y los políticos rinden cuenta de sus gastos, van a atenderse en los mismos hospitales que usan los plebeyos y ciudadanos comunes, reyes y príncipes viajan en transporte público, y es común verlos pasearse por las calles de alguna ciudad escandinava como cualquier hijo de vecino. (Lo propio sucede con los daneses y los noruegos. Finlandia no tiene monarquía.) Es decir, lo simbólico tiene apoyatura en lo real, y quienes representan políticamente a su pueblo, un diputado por ejemplo, se costean todos sus gastos con el salario mensual que reciben como única paga. No existe la primera clase en los vuelos domésticos por más que seas billonario, y aunque haya una natural competencia entre los grupos académicos o los laborales, priman la conciencia y la solidaridad.
No sé si está de más agregar que los suecos no discriminan a nadie por el color de la piel, su religión o nacionalidad, su sexo o sus creencias, todos son suecos ante Dios y ante la ley. Se trata de una marca impuesta legalmente, de una feuerprobe, la prueba de fuego que asegura una razonable convivencia, pues si alguien se atreve a despreciar al otro en actitud o en palabra, paga multas y de las altas. Es decir, ellos se han tomado en serio sus repúblicas y el ejercicio de los derechos y las libertades de quienes habitan en Suecia.
Pese a ser este un país de frontera abierta, no prometen aquello que no pueden cumplir y dejan librado a cada ciudadano a su suerte personal, pero bajo la estricta condición de que será atendido en su salud y seguridad social y de que sus hijos recibirán educación suficiente. Por esto, el Fisco sueco es fuerte y vela con obsesión por que se recauden los tributos. Que yo sepa ningún sueco se queja, al oblar sus impuestos, de que parte de sus obligaciones sirvan para asistir a los inmigrantes, a sus hijos o nietos. Todos viven en territorio sueco y esta circunstancia les basta.
Si bien suelen ser solidarios, nadie mete sus narices donde no debe, y está muy mal visto andar mirando al otro o invadirlo con saludos amistosos inoportunos, sobre todo en el trabajo o en la universidad, adonde las personas son convocadas solo para cumplir su tarea.
Pero como nada es perfecto, claro que hay autoexcluidos y excluidos del sistema: drogadictos y alcohólicos empedernidos, inmigrantes con malestar, escandinavos que no pudieron alcanzar sus metas y que se preguntan cada tanto por el sentido del vivir. Los suecos pusieron de moda el «síndrome de Estocolmo» cuando se cometió años ha el delito cuya víctima con su comportamiento dio nacimiento a este nombre. Solo que todo esto no se oculta ni tampoco se dibuja con números estadísticos impropios, no se exhibe en los medios de prensa para ser consumido como una desgraciada maravilla del destino. Cada uno se hace responsable de lo suyo como puede (y como debe). Se trata de una vieja palabra, un tanto olvidada últimamente: «ética».
Ignoro si puede afirmarse a toda voz que Suecia, como los demás países escandinavos, constituye hoy el último bastión del estado de bienestar, si sus habitantes viven como liberales de izquierda o son socialistas con alternancias de derecha para gobernar. Cuando el entramado social es sólido no se anda esperanzado en las siguientes elecciones, como si quienes gobiernan fueran personajes extraídos de la literatura maravillosa, fantástica o de ciencia ficción y vinieran a salvarnos de nuestro propio abismo.
A los suecos su naturaleza les ha regalado una extraño tesoro: deben convivir a diario con la eterna noche del invierno polar o ese ambiguo día que no cesa nunca en los veranos, cuando la luna y el sol se dejan ser porque Dios no les dio otra opción ni siquiera a los astros. Ellos suelen mostrarse cultos y estéticos, de una exquisita educación. De lo único de lo que estoy segura cuando escribo es de que, para bien o para mal, los argentinos somos su opuesto.
Por esto mismo resulta inverosímil que haya brillantes juristas en nuestro país que todavía intentan copiar el funcionamiento cabal de las instituciones inspiradas en esos países pues imaginan que estas pueden ser respetadas felizmente entre nosotros. Aunque eso sí, tal vez pueda imitarse a los suecos en lo que todavía nos es posible: en la eliminación de toda forma de prejuicios, en el pleno respeto al otro y a la ley, y en la convicción de que Dios y el Estado nos asisten si nosotros nos ayudamos a nosotros mismos también. Porque eso de que el Estado debe ocuparse minuciosamente de los más necesitados no implica dejar al sujeto expuesto a sus propios excesos.
Una sociedad adulta es aquella que respeta sus instituciones, aunque sea consciente de que algunas deben cambiar o mejorarse. Los gobiernos pasan pero las instituciones quedan. Y en estas debe haber hombres y mujeres que se desempeñen con responsabilidad teniendo en miras el interés público (el cual, apenas se piense, no es incompatible con el bien común), la ley y al otro.
Los escandinavos han experimentado que nada va a taparles su abismo jamás. Esto ha dado de momento sus resultados. Y si bien el norte y el sur son disímiles en su geografía antropológica, ambos tienen algo en común: un límite de la naturaleza, los polos – el del norte y el del sur. Cultura, derecho y naturaleza son términos distintos de una misma dimensión, que coinciden o se tensan conforme la época.
Si el sur conserva como norte una razonable esperanza, acaso podamos comprender alguna vez los argentinos que el Estado, a través de sus gobiernos, tampoco nos suprimirá ninguna falta de nuestra personalidad ni existe para quitarnos aquello que nos sobra (por barrocos de nacimiento o exceso cultivado cuando adultos).
Una sociedad que todo lo mide en blanco o en negro, que no incorporó la ley en su matriz primera y que, por esto último, se pasa hablando pestes de las instituciones y de los gobiernos de turno, difícilmente obtendrá justicia plena. El Estado debe de poder ocuparse de otras cuestiones que no consisten en satisfacer las urgencias banales o egocéntricas de las personas. Y un buen termómetro de las democracias sea acaso el observar cómo se comportan las minorías y las mayorías, entre estas, cuando se gobierna.
No porque estemos en el sur hemos sido bendecidos con toda la gracia. Que el norte se ocupe de lo suyo, pues, y nosotros de lo nuestro, que nos urge. Por de pronto, no sería desafortunado que dejáramos de echar tintas por un rato para que las próximas generaciones tengan la posibilidad de creer que las instituciones no son unas tiras de papel, y que la ley no es sancionada y promulgada para ser incumplida o deslegitimada a cada rato.
Paula Winkler
Septiembre 2.013