Una alternativa para analizar la dicotomía entre regulacionismo y desregulación – Mgters. Josefina Magyary y Maira Marcos

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La denominada “Ley Ómnibus”1 que promueve el Poder Ejecutivo y que está siendo tratada en sesiones extraordinarias en el Congreso de la Nación, resulta una buena oportunidad para reflexionar sobre cómo un escenario donde vuelve a discutirse la privatización de empresas o servicios públicos y la desregulación, al mismo tiempo y por imperio de la Ley Nº 27.401 de responsabilidad penal de las personas jurídicas coloca los programas de integridad en el centro de la escena. 

No es un fenómeno de esta época el retiro en mayor o menor medida de la centralidad del Estado moderno en la producción normativa, es decir, como fuente predominante del derecho. Siempre han existido grupos económicos y sociales con capacidad y medios para influir en la creación de normas generales y resolver por sí mismos las cuestiones que les interesaban. 

Algunos autores como Günther (2003) al explicar el receso de la soberanía estatal en la producción del derecho consideran esencial referirse al llamado “pluralismo jurídico” como un fenómeno que siempre ocurrió adoptando distintas formas y matices. 

En la actualidad, reapareció el término “desregulación” y es aplicado y entendido por muchos (con y sin intención) como sinónimo de “anomia” pero, técnicamente, esto no es correcto. 

La desregulación no alude a la ausencia de normas, sino a una forma de legislar reduciendo normas de carácter público que implican la intervención del Estado. Esto contrasta con el protagonismo y la relevancia que el propio Estado le otorga al sector privado para que asuma funciones y responsabilidades al tiempo que se retira (Marcilla, 2005). En el mismo sentido, la garantía “abstencionista” que brinda el Estado confirma que la desregulación nada tiene que ver con la anomia. 

Entonces, cabe preguntarse si entre un Estado hiper regulacionista y uno abstencionista que se manifiesta a través de la desregulación entendida como se ha explicado, existe alguna alternativa intermedia para responder a las demandas ciudadanas y a los problemas innegables de la coyuntura económica. 

Sin ánimo de pretender una respuesta unánimemente válida, cabe mencionar que una alternativa podría ser la denominada “autorregulación regulada” que hoy ya existe en nuestro país y que podría incorporarse a las discusiones ampliando sus alcances a todos los aspectos comprensivos de la integridad, como por ejemplo, cuestiones de género, derechos laborales, sustentabilidad, etc.  

El Estado no se corre del papel de regulador, aunque delegue a los particulares la responsabilidad de asegurar que su actividad cumple con las exigencias que se establezcan así como también certificar dicho cumplimiento.  En este tipo de modelo, el Estado ordena y regula aspectos o presupuestos mínimos que garantizan el interés público y el sector privado, cumpliendo ese marco básico, produce sus propias normas para garantizar el fin perseguido. 

A nuestro juicio, el mejor ejemplo que puede mencionarse es la Ley Nº 27.401 de responsabilidad penal de las personas jurídicas privadas, que permite a éstas reducir o eximir la pena y la responsabilidad administrativa que corresponde aplicar ante la comisión de determinados delitos  (cohecho y tráfico de influencias, nacional y transnacional, previstos por los artículos 258 y 258 bis del Código Penal; negociaciones incompatibles con el ejercicio de funciones públicas, previstas por el artículo 265 del Código Penal; concusión, prevista por el artículo 268 del Código Penal; enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados, previsto por los artículos 268 (1) y (2) del Código Penal; balances e informes falsos agravados, previsto por el artículo 300 bis del Código Penal). 

Para ello, deben cumplirse en forma concurrente los requisitos establecidos en el artículo 9 de la mencionada ley, entre los que se encuentra que la persona jurídica “Hubiere implementado un sistema de control y supervisión adecuado en los términos de los artículos 22 y 23 de esta ley, con anterioridad al hecho del proceso, cuya violación hubiera exigido un esfuerzo de los intervinientes en la comisión del delito”, es decir, un programa de integridad cuyos requisitos mínimos son allí fijados. 

Pero además, la ley se encarga de establecer pautas y exigencias del contenido de ese programa que apuntan a su eficacia, es decir, debe “guardar relación con los riesgos propios de la actividad que la persona jurídica realiza, su dimensión y capacidad económica, de conformidad a lo que establezca la reglamentación”. 

El supuesto analizado es una regulación indirecta, al menos respecto al control y la investigación interna así como también todas aquellas acciones de prevención y gestión de los riesgos. 

Es oportuno citar a Bermejo & Montiel (2020) quienes sostienen que “…la prevención y la sanción de actividades delictivas en el marco de la empresa no se agota en el derecho penal como instrumento normativo ni se limita a la responsabilidad penal de las personas jurídicas y la corrupción pública como materia de regulación. Sin embargo, la entrada en vigor de esta ley ha impulsado, como no lo había hecho antes ninguna otra, el interés por el compliance y la integridad empresarial.”2 

En definitiva, se vislumbra la oportunidad de la búsqueda de consensos a efectos de establecer los alcances de la regulación de la autorregulación que, aunque parezca un trabalenguas, se convierte en el escenario ideal para elaborar presupuestos mínimos sobre cuestiones esenciales que hacen a la integridad y a la conducta empresarial responsable.  

Mgter. Josefina Magyary 

Mgter. Maira Marcos 

Consultoras 

 

 

Referencias bibliográficas 

K. Günther, “Pluralismo jurídico y Código Universal de la Legalidad: la globalización​ 

como problema de Teoría del Derecho”, Anuario de Derechos Humanos. Nueva Época. Vol. 4 (2003), 

 Mancilla, “Desregulación, Estado social y proceso de globalización”, Doxa, Cuadernos de filosofía del derecho, diciembre 2005.