Reflexión a la luz del fallo Pionner – Dr. Miguel Licht (Presidente Tribunal Fiscal de la Nación)

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A lo largo de un extenso período, la Aduana, en el desempeño de sus responsabilidades de control en operaciones de importación y exportación, viene atribuyendo a los importadores o exportadores, según el caso, la infracción de declaración inexacta contemplada en el artículo 954 inciso c) del Código Aduanero. Este señalamiento se fundamenta en la percepción de que los precios declarados en dichas operaciones no reflejan con precisión la realidad, presumiblemente estando sujetos a sobrefacturación o subfacturación, especialmente en transacciones que involucraban a empresas vinculadas. 

 La base de esta actuación aduanera reside en la identificación, a través de sistemas como el Intercambio de Información de los Registros Aduaneros (INDIRA), de discrepancias entre el valor de salida de la mercadería del país de origen/procedencia y el valor declarado por la empresa importadora/exportadora.  

 En muchos casos, estas discrepancias de valor se originan principalmente en la intervención de un «tercer operador» en operaciones conocidas como «trianguladas», donde se llevan a cabo dos o más transacciones de compra y venta independientes entre sí. Ante la existencia de operaciones trianguladas, bien podría ser comprensibles que surgieran estas diferencias de valor en importaciones o exportaciones, ya que resulta común que el tercer operador busque obtener al menos una ganancia por su participación en dichas transacciones. 

 En ese sentido, la existencia de una venta posterior por un precio diferente al de la venta inicial realizada por un Trader no necesariamente implica que el precio declarado inicialmente no sea el precio de transacción. Las transacciones en los mercados financieros pueden involucrar diversos factores que afectan los precios, como la oferta y la demanda, la liquidez del mercado, eventos económicos o noticias relevantes. Es común que los precios de los activos financieros fluctúen, y las transacciones a diferentes precios pueden ocurrir en un corto período de tiempo. Los Traders pueden comprar o vender activos basándose en análisis técnico, fundamental u otros criterios, lo que puede resultar en variaciones en los precios de las transacciones. Además, en algunos casos, las transacciones pueden estar sujetas a comisiones, impuestos u otros costos que podrían afectar el precio neto para el comprador o vendedor.  

 Sin embargo, la tergiversación de la realidad, la irregular facturación y la ocultación de la incidencia de una operación entre sociedades vinculadas pueden ser consideradas prácticas ilegales según la legislación aplicable. En muchos sistemas jurídicos, existen leyes y regulaciones que prohíben la manipulación o distorsión de información financiera con el objetivo de engañar a las autoridades fiscales, a los inversores o a otras partes interesadas. Las transacciones entre empresas vinculadas (relacionadas entre sí, por ejemplo, a través de propiedad o control compartido) a menudo están sujetas a normativas específicas para prevenir prácticas fiscales abusivas y asegurar la transparencia en las operaciones comerciales. La ocultación de información o la manipulación de los términos de las transacciones pueden ser tratadas como evasión fiscal o fraude, lo que podría conllevar sanciones legales. 

 En las citadas condiciones, la cuestión a interrogarse es si es reprimida mediante la figura del artículo 954 del Código Aduanero y, en su caso, cuales son los medios de prueba conducentes para dar lugar a la imputación infraccional.  

 En ese sentido, vuelvo a decir una vez más que resulta una ofrenda al leal entendimiento que se afirme que los precios declarados en la importación o exportación son precisos y veraces, por cuanto coinciden con los acordados expresamente con el vendedor o comprador, según corresponda, es una ofrenda al sentido común. Es como si se dijese que todas las escrituras públicas de compra y venta de inmuebles en la ciudad de Buenos Aires son ajustadas a la verdadera transacción económica.  

 Aunque rara vez un juez en un caso civil por simulación sugiere la impugnación de la autenticidad de una escritura pública para cuestionar una venta realizada a un precio inferior al valor real, las observaciones de la Corte Suprema despiertan la curiosidad al restringir las facultades de autotutela de la administración aduanera. Además, se imponen exigencias más rigurosas que las del derecho privado. 

 Probar un precio vil puede ser un desafío, pero existen diferentes formas de respaldar esta afirmación. En el caso examinado, se ha asignado al Fisco la carga de la prueba sin considerar un «principio de facilidad probatoria», el cual está respaldado por criterios jurisprudenciales que establecen que el demandado no puede eludir su responsabilidad y debe presentar elementos que demuestren la seriedad del acto en cuestión. Si el responsable no ha presentado más pruebas que la factura y el giro de divisas relacionados con la transacción al Trader, esto puede generar interrogantes adicionales. 

 En el ámbito que nos ocupa, no hay misterios. Se reconoce que los acuerdos entre partes deben considerarse genuinos hasta que se demuestre lo contrario, y en caso de duda, se debe favorecer la validez del acto. Este principio se fundamenta en criterios de apariencia, normalidad, conservación, y en el principio de orden y seguridad jurídica. Sin embargo, debido a la naturaleza de la cuestión, el administrado no puede limitarse a una postura pasiva o simplemente negar los hechos alegados por la administración tributaria. Está obligado a presentar elementos de convicción que respalden la veracidad de los actos cuestionados. Este requisito es aún más crucial cuando el reclamo lo realiza un tercero, como el Fisco, que no estuvo involucrado en el negocio. 

 Al igual que en el ámbito civil, para reconstruir los hechos, es válido recurrir a presunciones precisas, graves y concordantes, basadas en hechos reales. Estas presunciones pueden ayudar a establecer la existencia de un precio vil, especialmente cuando se consideran elementos como la relación entre las partes, la capacidad económica del comprador, la inminencia de un embargo o ejecución, entre otros factores relevantes. En última instancia, se trata de evaluar cuidadosamente todas las pruebas disponibles para determinar la veracidad de la transacción en cuestión. 

 En ese orden de ideas debe hacerse notar el gravísimo yerro de la reciente sentencia dictada por la Corte Suprema en los autos caratulados:«Pioneer Argentina SRL TF 38718-A c/DGA s/recurso directo de organismo externo», donde el Máximo Tribunal establece el sentido y alcance que debe darse, al artículo 954 inciso c) del Código Aduanero, respecto de esta cuestión. 

 En esencia, la Corte sostuvo que el artículo 954 del Código Aduanero no abarca el caso de ventas sucesivas de una misma mercadería y, por lo tanto, la compra o la venta que hiciere el tercero interviniente con el intermediario resultaría debía ser ignorada. 

 De esta manera, la Corte Suprema sepultó la posibilidad de considerar una diferencia entre el valor de salida de la mercadería del país de origen y/o procedencia respecto del valor declarado por una empresa importadora (importación de mercaderías) o, b) una diferencia entre el valor de exportación declarado por una compañía exportadora y el valor de ingreso de esa mercadería al país que la misma era exportada (exportación de mercaderías). 

 Al omitir este aspecto, se descarta incluso la necesidad de considerar la influencia del Trader en la transacción, así como la relevancia del uso del sistema INDIRA para demostrar que el precio declarado no coincide con el valor real pagado por la mercadería, lo que podría haber generado un flujo de divisas diferente al apropiado. 

 En ese estado de cosas, debe insistirse que en este punto hay que diferencia lo que es una cuestión de valor, que tiene su cauce en el ámbito tributario, respecto de la sinceridad del precio que es informado a la administración fiscal.  Más todavía en el fallo Pioneer la Corte cita una opinión del Comité de Valoración que, al margen de no ser derecho vigente, expresamente deja de lado el caso de las operaciones entre sociedades vinculadas, lo que da cuenta de la necesidad imperiosa de revisar esa decisión.  

 En este contexto, reitero que el precio de la mercadería constituye una parte fundamental de los deberes de colaboración con el servicio aduanero. Es ingenuo suponer que el precio declarado por el importador es automáticamente veraz simplemente porque así lo facturó el Trader. Ignorar los antecedentes de comercialización representa una negación deliberada de la realidad y tiene consecuencias graves para el interés general. 

 Deseo, en este contexto, subrayar que la función primordial del organismo aduanero consiste en ejercer el control sobre el tráfico internacional de mercaderías. Importa dejar sentado, además, que el inc. c, ap. 1° del art. 954 de la ley 22.415 debe ser apreciado desde esa amplia perspectiva, vinculada con el ejercicio del poder de policía del Estado” (Fallos: 322:355) y con el régimen de colaboración que tienen los responsables de los hechos imponibles con la entidad aduanera en el marco de lo dispuesto en el artículo 9 del decreto 618/97.  

 Desde esta perspectiva, no condice con el recto sentido de la normativa que se considere a la facturación irregular como una hipótesis ajena a la figura infraccional en trato. Admitamos que, si no fuera posible descartar el precio declarado sobre una transacción comercial y reemplazarlo por otro, toda la discusión relativa al verdadero sentido y alcance de la operación de ventas sucesivas examinadas carecería de sentido alguno en estos actuados. Convengamos que en esta equivocada concepción la figura quedaría reducida a la nada misma. 

 En ese sentido, déjenme decir que advierto que la inteligencia de la cuestión radica en definir qué se entiende o debe entenderse por la expresión “comprobación” del mencionado art. 954, contra la cual la norma ordena cotejar el precio declarado. En ese punto interpreto que, en atención a que el bien jurídico tutelado en la declaración aduanera es su veracidad y exactitud, piedra basal del sistema de despacho en confianza, el alcance de la expresión “comprobación” refiere, justamente, a la actividad llevada a cabo por el servicio aduanero destinada a formarse la convicción acerca de la veracidad y exactitud de la transacción declarada al fisco por el exportador o importador. En pocas palabras, persigue determinar si la información declarada responde a la realidad de la transacción; específicamente en nuestro caso, si el precio declarado es el precio real. Adviértase, sin embargo, que para que exista inexactitud en los términos del art. 954, el CA no requiere a la aduana conocer con exactitud el precio. Sostener lo contrario equivaldría a atrapar a la representación fiscal en el dilema lógico de la prueba diabólica con la consiguiente anulación de la posibilidad de utilizar la figura infraccional de inexactitud, toda vez que resulta el importador/exportador quien posee la información con exactitud y completitud. 

 Para condensar lo dicho, lo cierto es que la figura aplicable no requiere demostrar que la facturación irregular constituya una maniobra dolosa para inducir al error al servicio aduanero. Me explicaré: interpretarlo de esa manera implicaría olvidar el carácter fragmentario que tiene el ejercicio de la potestad punitiva, ya que tiene como tarea principal prevenir los daños sociales y proteger los bienes jurídicos esenciales para la vida en comunidad. Fijémonos, pues, que estamos en presencia de una figura administrativa en donde, por regla general, son inaplicables los fundamentos de autoría y culpabilidad previstos en la Teoría del Delito. En los ilícitos administrativos no se sanciona por tener el domino de protección sobre la vulnerabilidad del bien jurídico o el dominio de supervisión o vigilancia de una fuente de peligro fundamentan el injusto. Además de ello, parece perfectamente claro que el quebrantamiento del deber administrativo no produce en sí mismo una lesión significativa. Lo cual es cierto: la robustez de la hacienda pública no va entrar en crisis por la prestación tardía de una declaración jurada de un responsable. No cabe duda de que de ordinario un ilícito administrativo representa solo una bagatela que, por sí sola, no amenaza ningún daño sustancial si bien es cierto que si todas personas actuaran de la misma manera el daño sería consistente. Precisemos antes de proseguir que los ilícitos puros de infracción de deber son propios del ámbito administrativo, ya que son objetivos y no requieren daño a bien jurídico alguno. 

 Al respecto, no puedo obviar que existe una marca línea doctrinaria que aboga por la aplicación indiscriminada de las líneas condicionantes del ejercicio de la potestad punitiva al campo de la potestad sancionadora administrativa. Con todo y con eso no dejo de contemplar que existen importantes diferencias entre los delitos y las infracciones administrativas. En cuanto aquí interesa, esas diferencias son de suma relevancia para dar cuenta de los niveles de certeza que son requeridos para llegar a la conclusión de la ausencia de una declaración ajustada a la realidad de las cosas. A poco que se conceda que la potestad punitiva es de singular trascendencia por cuanto afecta la libertad de las personas y que sus mandatos se dirigen a todas las personas se percibirá que no es una exigencia del debido proceso la comprobación inequívoca del hecho para afirmar la responsabilidad sancionatoria administrativa. Reconozcamos, en cambio, que cualquier proceso de sanción o imputación de infracción requiere una reconstrucción de los hechos que la respalden, pero el grado de aproximación a la verdad dependerá del procedimiento generado para esa reconstrucción. Aunque la búsqueda de la verdad es un ideal regulativo presente en toda reglamentación probatoria, es importante tener en cuenta que la reflexión no siempre es productiva, y que solo es posible valorar una reconstrucción al compararla con otro procedimiento de reconstrucción. En consecuencia, es fundamental diseñar procedimientos rigurosos y fiables para la reconstrucción de los hechos y así aumentar la probabilidad de alcanzar una aproximación más precisa a la verdad. 

 En efecto, en todo proceso de reconstrucción de hechos pasados existe la presencia de riesgos de error y es imposible eliminarlos completamente. Por lo tanto, el sistema jurídico debe distribuir los riesgos de error entre las partes y determinar el tipo de interés que se debe privilegiar cuando se decide en condiciones de incertidumbre. Los estándares de prueba, la presunción de inocencia, el beneficio de la duda y la carga de la prueba son reglas que se dirigen a distribuir los riesgos de error entre las partes y a equilibrar los intereses en juego. La prueba no es un acto único y comprensible de una sola vez por sus fines, sino una síntesis entre distintos tipos de intereses que confluyen y se resuelven en las reglas probatorias. Verdad es que, un estándar probatorio puede ser más o menos exigente, lo que se refleja en la medida en que se requiere una mayor o menor corroboración de la hipótesis fáctica para que los hechos se consideren probados y justifiquen la imputación institucional de la consecuencia jurídica correspondiente. Diferentes estándares probatorios rigen en distintos sectores, como el de la «prueba preponderante» en asuntos civiles, el de «más allá de toda duda razonable» en asuntos penales y el de «prueba clara y convincente» en otros casos no penales. La regulación del proceso de reconstrucción fáctica y la fijación del estándar probatorio son formas de gestionar la operatividad de las reglas jurídicas y definir una medida de lo que se gana y lo que se pierde con cada estándar probatorio, en términos de la tolerancia al error y la distribución de los riesgos entre las partes en conflicto. Todo esto en su conjunto nos lleva a sostener que a determinación del estándar probatorio que se requiere para dar por reconstruidos los hechos que constituyen la infracción es esencial para la regulación del proceso de reconstrucción fáctica en el ámbito administrativo sancionatorio. Idealmente, esta decisión debería estar contenida en la legislación, pero ante la falta de regulación legislativa detallada, es crucial realizar un análisis funcional del estándar probatorio aplicable a las sanciones administrativas para garantizar una regulación coherente del proceso de reconstrucción fáctica. 

 Así las cosas, la vexata quaestio consiste en dilucidar cuánta y de qué calidad debe ser la prueba para que la administración pueda “válidamente” sancionar. Si aceptamos que una sentencia debe ser una derivación razonada de los hechos y el derecho vigente, el operador jurídico está obligado necesariamente a disponer de prueba que acredite los hechos en que se funda y a valorar dicho material probatorio de una forma determinada. 

 En esa inteligencia del asunto, corresponde decir el estándar probatorio aplicable no puede estar subyugado por la idea de la asimilación de las sanciones administrativas a las sanciones penales. La afirmación de que ambas sanciones son manifestaciones del mismo ius puniendi es de un simplismo absurdo. Cierto es que el derecho administrativo sancionador es una herramienta necesaria para el control de la actividad privada y la protección de los intereses públicos. A diferencia de la sanción penal, que actúa como última ratio, la sanción administrativa es una técnica más de la gestión de los intereses públicos y no se puede considerar como una medida de excepción o residual. Para alcanzar sus fines, el ordenamiento administrativo sancionador debe desembarazarse de los estándares que rigen el castigo penal y adaptarse a las particularidades de la actividad regulada. La importancia de la regulación y la necesidad de proteger la dignidad humana como objeto jurídico protegido hacen que la intervención administrativa sea imprescindible para obtener condiciones satisfactorias de intercambio de bienes y servicios. De ahí se infiere que, en definitiva, la sanción administrativa es un componente clave para la eficacia de la legislación regulatoria. Sin embargo, no deja de ser cierto que existe una marca tendencia a propiciar la unificación del régimen jurídico sancionador estatal bajo un mismo concepto de ilícito, haciendo que los mandatos del derecho penal también se apliquen a la potestad sancionadora administrativa. En una palabra, se sostiene que todas las potestades sancionadoras tienen un común denominador. Lo cierto es que esta posición genera más problemas que satisfacciones. Importa dejar constancia que, proclamada la unicidad, no se ha alcanzado un consenso claro sobre sus alcances. Para mí es evidente que cuando se expone la teoría a la práctica no queda otro remedio que abandonarla y proclamar la aplicación matizada del bagaje jurídico penal. Esto basta para comprender que se quiera aparece al DAS como una construcción jurídica vergonzante. Aceptemos pues que las reglas y principios punitivos se incorporan sumamente debilitados al espacio administrativo. Resulta, pues, que existen evidentes razones que explican la razonabilidad de la diferencia de trato entre los dos sistemas sancionadores. Contrariamente a lo que puede pensarse, no es la menor gravedad de la sanción administrativa lo que justifica la comentada modulación de las reglas y principios punitivos. Dado que toda potestad ejercida por la autoridad administrativa debe incardinarse dentro del derecho administrativo, cierto es que la sustantividad de la sanción administrativa resultará distinta de la sanción penal. 

 A esto me interesa llegar porque, en rigor de verdad, no comprendo la razón por la cual se rechaza la posibilidad de obtener un pronunciamiento condenatorio cuando el incumplimiento de la obligación se determina por medios indirectos de prueba. Reconozcamos, en cambio, que el sistema de recaudación se basa en las declaraciones que hacen los propios obligados. Va de suyo, entonces, que los ajustes a las declaraciones juradas se formulen sobre estos medios. Ya sé que muchos que me leen no piensan lo mismo, pero lo cierto es que esa visión sesgada termina amparando la evasión de las obligaciones y la quiebra del sentido distributivo de las cargas públicas. Hay que entender además que mediante esa técnica jurídica se busca proteger bienes jurídicos de singular importancia en situaciones donde existe una altísima imposibilidad de recabar prueba directa de los hechos incriminatorios. Lo que importa observar que mediante estos elementos se pretende realizar una redistribución de las cargas probatorias, tomando como punto de partida que, tratándose de actividades riesgosas en el común de los casos, el daño jurídico es producido por una conducta deliberada o culposa. 

Dr. Miguel Licht

marzo 2.024