Ciencia y pensamiento jurídico – Dra. Paula Winkler

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La humanidad ha transitado muchos caminos en lo que hace al pensamiento. Suele hablarse de pensamiento racional, pensamiento científico, del pensamiento en paralaje y la puesta en acción del pensamiento, pensamiento práctico.

Algunos juristas y científicos sociales (pertenecientes estos a las ciencias blandas) padecen a menudo de lo que alguna vez el sociólogo español Piñuel Raigada identificó, coloquial y acertadamente, en su tratado sobre metodología de la investigación científica, como un complejo de inferioridad: creer que las ciencias duras y las formales parecen tener zanjados todos los problemas que devienen del lenguaje. Es que, en el caso de las formales, estas se valieron de una semiosis intachable como la de las matemáticas o, en el de las otras, se ha contado con la posibilidad de realizar pruebas constantes de verificación para reformular hipótesis y comprobar certezas mediante fórmulas que operan como «representaménes» de la realidad que investigan. (Casi azarosamente, puede decirse que lo propio le ocurrió al psicoanálisis lacaniano con sus matemas y vinculación a la topología.)

Hace unos años, en la Universidad de Lund, el profesor y filósofo español Jesús de Garay, a propósito de tema distinto, refirió a los vicios de muchos de los racionalismos de Occidente. Y se valió en aquella ocasión, como herramienta para abordar su hipótesis sobre el aprendizaje del conocimiento universitario, entre otras, de la que utilizamos, acaso inadvertidamente, abogados y juristas. Ello, como expresión deseable de un pensar práctico e inacabado.

Sin embargo, parece que abogados y juristas tenemos una carga racional tan importante (baste solo con nombrar a Kant o a Kelsen) que creemos haber arribado para siempre al paraíso por basarnos en la razón: todo lo jurídico cierra como si fuera un círculo, es universal y se encuentra fuera del tiempo. Si bien esta obsesión ha encontrado su carril en la teoría pura, en algunos dogmatismos racionales y, más modernamente, en algunas versiones de Wittgenstein, como las lógicas deónticas, el razonamiento jurídico está lejos de lo puramente racional (por suerte). Y, por lo demás, se ignora que la ciencia de hoy no es la misma que la de los Analíticos de Aristóteles o de la tenida en cuenta por Descartes. Baste solo con hablar de Kuhn, de los paradigmas de la complejidad de Morin o del principio de incertidumbre de Heisenberg para admitir que hasta los lenguajes de la ciencia han estado cambiando.

La confusión entre el pensar y el pensar científicamente, como si se tratara de lo mismo, se manifiesta en todos los niveles. Así, se importan nombres pertenecientes a la ciencia para confirmar la supuesta objetividad de las opiniones o se los traslada a otras ramas del saber, como el vocablo «entropía», derivado de la termodinámica del siglo XIX;  «homeóstasis» y «sinergia» para aplicarlos a algunas visiones sistémico formales de las Ciencias de la comunicación, etcétera. Vale decir que hasta en los claustros universitarios se ha propagado este virus del apego a lo científico, por eso es habitual que se enseñe con detalle el pensamiento de otros – de lo que se hizo eco desde sus inicios la pedagogía enciclopedista – y no, el pensar en sí: es que si se cuenta con una elaboración cognitiva a prueba de ensayos, por qué adentrarse en conocer cómo se llegó a esta.

El pensar constituye una actividad humana, previa incluso al saber científico. Y de esto, con relación al pensamiento jurídico, pueden dar cuenta algunos de nuestros más lúcidos juristas, quienes de un modo que se supone erróneamente espontáneo, dan testimonio a diario de una rica hermenéutica, consistente en trasladar los principios generales y la ley al caso particular en su contexto y en la invención de nuevos conceptos, si se hace necesario.

Se trata el pensar, pues, de una energía práctica muy alejada del mal hábito de dar por sentado lo que no lo está o de dar por sentado aquello que en el contexto del hoy debería repreguntarse porque siempre hay un interrogante que subyace y debe esclarecerse.

La tradición aristotélica y la de la oratoria en los romanos constituyen una de las bases de esta forma del pensamiento puesto en acción, que no deviene copiado ni repetido sino «verificado» (aunque no exactamente como en la ciencia) a través de reglas interpretativas concretas, que si bien encuentran una autovalidación en el sistema, nos permite un abordaje extrasistémico a fin de conocer cómo se puede pensar sin hacerlo científicamente y cómo se interpreta, lo cual es un concreto modo de aprender cómo se conoce y, mucho después, cómo se sabe. En definitiva, cómo se va generando el pensamiento.

La hermenéutica, generadora, entre otros, del pensamiento jurídico, no es privativa del Derecho, pero al ser este una de sus realizaciones más precisas, se erige en testimonio para otras áreas del saber. Perelman y Olbrechts imprimieron la expresión de «nueva Retórica» a estos estudios, es decir distintivamente de la vieja designación de  «retórica», que aludía a la mera persuasión y al arte de vencer en un debate. Se trata, al fin, de aprender a pensar metódicamente dentro de lo que Gadamer, uno de los filósofos que más se ha ocupado de la hermenéutica, llama «Verdad y método», título de una de sus obras más contundentes sobre el tema. Asimismo, en 1953, Viehweg condensa el pensamiento retórico en su obra «Tópica y jurisprudencia», seguido por otros discípulos más tarde como Alexy, en su «Teoría de la argumentación jurídica», de 1976.

En oposición a quienes todavía creen, en pleno siglo XXI, que todo queda agotado en las llamadas «Ciencias del Derecho», los pensadores de los que hablo refieren a una lógica de la acción en la cual no se trata de establecer verdad o falsedad alguna, sino de obtener conclusiones razonables, oportunas y convincentes, basadas en una especie de consenso social que se encuentra implícito en el razonar humano, el sentido común y, desde luego, en la ética. Se trata, pues, sucintamente hablando, de admitir que la racionalidad (e irracionalidad) están presentes en nuestra naturaleza y en el lenguaje, muy anterior al científico, el cual necesitó de abstracción y fórmulas para mejorar su eficacia. Cosa esta última, bien controvertida contemporáneamente, por lo demás, hasta en la propia ciencia, si se piensa en el mencionado Kuhn, por ejemplo.

En definitiva, no es cierto que fuera de la racionalidad solo haya irracionalidad y misticismo, ideas vertidas desde la emoción, métodos propagandísticos o arbitrariedad escandalosa. El sentido común, exhaustivamente estudiado por el mencionado Gadamer, es tan antiguo como el hombre y no precisa de ideologías para reafirmar su existencia a diario en la actividad concreta del pensar, ni tampoco de fórmulas matemáticas. A su vez, el pensamiento científico no es la única manera posible y demostrable de hacerlo. Por lo tanto, es inconveniente tomar a este último como modelo, ya que el Derecho está vinculado a la sociedad y al Estado  y no necesita andar publicitando conclusiones silogísticas abstractas o dar resultados positivos y exactos como en la ciencia.

Basar la educación del pensamiento jurídico solo en las ciencias del derecho constituye, así, un modo de desenfoque de la realidad bastante brutal. Y ello puede alejarse cada vez un poco más de la ley interpretada justamente y del funcionamiento cabal de las instituciones en democracia: interpretar la ley y pensar jurídicamente no es sinónimo de desarrollar al Derecho en su mera dimensión interna y positiva. Mientras que el juez interpreta, los juristas dejan registrados los problemas teóricos y prácticos, pero ambos crean pensamiento conforme la realidad, si es que verdaderamente piensan. No lo hacen, claro, tras las soledades de un escritorio.

Es decir, ninguno de ellos ni tampoco el científico son genios apartados del otro ni el buen pensar pertenece exclusivamente a la órbita de las ciencias.

 

Paula Winkler